26 diciembre 2015

Hija de la Luna - 3

La antaño dulce chica, ahora estaba rota, mil pedazos la constituían y con cada paso que daba, sus aristas la herían profundamente.

A esas alturas ya había aceptado que nunca volvería a tener compañía, que vagaría en ese mundo en permanente transformación con la única constante de los rayos de luz que su madre reflejaba. Nunca volvería a amar ni a desear. No sentiría nada, solo llenaría su interior la necesidad de saciar su sed.

Hacía mucho que no sentía culpa por las muertes que dejaba a su paso y nunca había sentido ningún placer al hacerlo, así que le fue fácil evadirse de cualquier ínfimo sentimiento que pudiera quedar. Y, de este modo, como una marioneta se dejaba llevar por sus instintos, que la hacían bailar al son de los gritos y llantos de sus víctimas.

Sus brillantes y cálidos ojos hacía ya mucho que se habían apagado. Quien cruzaba la mirada con esa triste chica se veía atraído como las polillas a la luz, cayendo en sus brazos, incapaces de zafarse de ese abrazo mortal.

Nada ni nadie podía salvar a esas almas perdidas de la profunda oscuridad que la hacía danzar.



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