Las lágrimas de color carmesí resbalaban por sus pálidas mejillas
para acabar cayendo en la nieve que se había posado en el suelo del
callejón.
Y, desde lo alto del cielo, la Luna miraba expectante la
escena. Veía como su hija lloraba desconsoladamente. ¿Que podía hacer?
Ya le había dado las estrellas eternamente. Y no podía bajar a
consolarla, esa era la promesa.
Tendría que bagar por un mundo
cambiante noche tras noche. Ver desaparecer a todos los humanos que
quería y no poderlo remediar más que de una manera: cambiando su
existencia.
Eso le había roto el corazón, convirtiéndola en un
monstruo. No se apiadaba de nadie, no se permitía sentir emociones
humanas por miedo a sufrir, como le había ocurrido esa fría y
tempestuosa noche de Diciembre.
Alguien se acerco por el callejón, llamado por los sollozos de frágil belleza.
Era
un joven ataviado con una gruesa capa de piel de lobo. Llevaba el pelo
atado con una cinta de cuero en una coleta. La mitad superior de su cara
era el único trozo de él que estaba al descubierto. De esta mitad
destacaban la punta de la nariz y sus mejillas, que estaban enrojecidas
por el frío glacial. Parecía ser de clase alta, uno de esos jóvenes que
viven en una mansión y van a bailes en busca de la esposa ideal.
La
Luna espero intrigada, mientras el joven seguía andando hacia su
Destino, preguntándose como reaccionaria su hija cuando este preguntara
educadamente que le ocurría.
“¿Que le ocurre bella damisela?” Preguntó el muchacho con voz aterciopelada.
La
sorpresa invadió la cara de la muchacha pero esa fue su única reacción.
Ni salio corriendo rauda como el rayo, ni saltó a la yugular del joven;
y esas eran las dos reacciones que se esperaba la Luna, su madre, quien
creía conocerla a la perfección.
Esa noche algo había canbiado en la muchacha, ya no escapaba de su pasado.
Esa noche algo en ella había cambiado y Luna no sabia como había ocurrido.
Su
pasado la había atormentado, perseguido y destrozado. Esa pequeña, pero
no frágil, muchacha nunca había aceptado la condena que su madre le
regaló: la eternidad. Ver desfilar las noches ante sus ojos sin poder
impedirlo, ver morir a todas y cada una de las personas a las que
amaba... No era un regalo deseable. Era un frió helador que le iba
calando hasta llegar a los huesos, un frió que le alcanzaba el corazón,
se apoderaba de él, volviéndola un monstruo despiadado y cruel.
La
primera vez que la dulce muchacha mató estalló en llantos, se castigo a
sí misma, quiso deshacerse de su recién estrenada esencia. Pero eso no
era posible, tenia el don de la inmortalidad. Con el paso del tiempo,
muerte a muerte, se fue escondiendo en un caparazón frió y oscuro como
la obsidiana.
Acabó por ignorar el mundo que la rodeaba, no le interesaba lo que
ocurriera, evitaba a cualquiera que no fuera su cena y si un humano poco
afortunado se cruzaba en su camino cuando no tenia hambre, le rompía el
cuello sin esfuerzo alguno y seguía su camino como si nada hubiera
ocurrido.
La antaño dulce chica, ahora estaba rota, mil pedazos la constituían y con
cada paso que daba, sus aristas la herían profundamente.
A
esas alturas ya había aceptado que nunca volvería a tener compañía, que
vagaría en ese mundo en permanente transformación con la única
constante de los rayos de luz que su madre reflejaba. Nunca volvería a
amar ni a desear. No sentiría nada, solo llenaría su interior la
necesidad de saciar su sed.
Hacía mucho que no sentía
culpa por las muertes que dejaba a su paso y nunca había sentido ningún
placer al hacerlo, así que le fue fácil evadirse de cualquier ínfimo
sentimiento que pudiera quedar. Y, de este modo, como una marioneta se
dejaba llevar por sus instintos, que la hacían bailar al son de los
gritos y llantos de sus víctimas.
Sus brillantes y
cálidos ojos hacía ya mucho que se habían apagado. Quien cruzaba la
mirada con esa triste chica se veía atraído como las polillas a la luz,
cayendo en sus brazos, incapaces de zafarse de ese abrazo mortal.
Nada ni nadie podía salvar a esas almas perdidas de la profunda oscuridad que la hacía danzar.
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